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Una aventura en el fin del mundo, el Polo Sur

30/01/2012 - 10h19

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IVAN FINOTTI
DESDE POLO SUR

Habíamos esquiado 12 kilómetros. Nos faltaban todavía ocho y todo un día más. Traté de dormir, pero estaba muy agotado. Me levanté y fui hasta la tienda de campaña verde de los guías. En su interior, Rick y Dirk habían preparado una cocina interesante. La tienda estaba sustentada por una estaca central. Alrededor de esta estaca, había dos fogones. Y, alrededor de todo este centro, ellos cavaron un hoyo circular de tal forma que se podía meter los pies en él y sentarse alrededor. La nieve retirada del hoyo era la que se transformaría en agua en las teteras.

Era el día 13 de diciembre de 2011 y teníamos un plan: llegar al Polo al día siguiente, repitiendo los pasos del explorador noruego, Roald Amundsen (1872-1928), el primero que logró llegar a este lugar, cien años atrás.

Nuestro viaje había empezado cinco días atrás, en Chile. Rick Sweitzer, el propietario y guía de la empresa turística norteamericana Polar Explorers, reunió al grupo en la ciudad de Punta Arenas, extremo sur del continente americano, para disfrutar un pisco sour.

Mi grupo está compuesto por 17 personas. Además de dos guías, el fotógrafo Joao Wainer y yo que vinimos a trabajar. Los otros son magnates, industriales, financistas, negociantes de petróleo, millonarios en general. Cada uno de ellos pagó US$ 52,5 mil (R$ 92 mil) por ocho días en la Antártida, sin contar además el vuelo a Chile, los exámenes médicos y los seguros obligatorios. Estos 13 turistas, de los cuales había dos mujeres, pueden ir de vacaciones a cualquier parte del mundo. Prefirieron aguantar un viaje incómodo, pero con una recompensa única: ser uno de los pocos seres vivos que visitan este lugar.

Uno de ellos, el norteamericano Daniel Pena, de 66 años, se vino a casar. Trajo a su mujer, Sally Hall, de 48 años, y a uno de sus empleados, William Smith, de 41 años, que hizo un curso por Internet especialmente para poder oficializar el casamiento en el hielo. Daniel Pena es un gigante de 100 kg y de casi 1,90 de altura, es uno de esos tipos a los que les obedeces sin pensarlo, solo de escucharles su voz de trueno.

Un tipo singular: se compró un castillo en Escocia para poder jugar golf ("el deporte fue inventado allá"), escribió el libro "Your First 100 Million" ("Sus Primeros Cien Millones", no ha sido lanzado en Brasil) y llevó a la Antártida seis kilos de vitaminas ("Tomo 120 píldoras al día: vitaminas A, B, C, D, E, zinc, calcio, magnesio, minerales, suplementos etc. Por esto parece que no tengo 66 años").

La japonesa Mieko Kugizaki tiene 73 años y sí parece tenerlos. Se apoya con un bastón desde que se hizo una cirugía para recomponer la cadera hace algunos años. En una excursión integrada a la nuestra, Mieko trajo (y pagó el viaje de) un guía exclusivo, que también le sirve de traductor. "El año pasado, fui al Polo Norte. Para 2012, reservé un pasaje en un avión espacial que sale de la atmósfera." El ticket cuesta US$ 200 mil y el viaje dura solamente dos horas, teniendo derecho a cuatro minutos de gravedad cero. El marido nunca la acompaña. "Él siente miedo", sonríe.

Ole Mathismoen/Reuters
Trece viajantes y nuestros dos enviados especiales llegan al Polo Sur cien años después del primer grupo
Trece viajantes y nuestros dos enviados especiales llegan al Polo Sur cien años después del primer grupo

El texano James Ryffel, de 52 años, trabaja con inmuebles y construye shopping centers en los Estados de Texas, Arizona y Georgia. A veces, se queda con ellos. "Tengo cerca de 45", cuenta. Jim Finley, de 55 años, es del área del petróleo. Posee 900 torres extractoras, repartidas en 13 Estados norteamericanos. James (cuatro hijos) y Jim (tres) son amigos hace 15 años, así como sus mujeres y los niños. También está Jim Johnson, de 50 años, que construye edificios comerciales en Colorado. Hospitales, hoteles y oficinas también hacen parte de su lista, pero la demanda en EE.UU. llevó a su empresa a especializarse en cárceles. "Estamos concluyendo nuestra 16ª prisión", comenta. Los tres fueron juntos al Polo Norte en 2009, cuando aquella región conmemoró sus cien años de conquista.

RUMBO A LA ANTÁRDIDA

Dos días después de aquellos pisco sours en Punta Arenas, embarcamos en un avión de carga ruso IL-76, aparentemente todo destartalado. Los asientos no se reclinaban, la puerta del único baño no se trababa y no hay cabina separando a los pasajeros del área de carga. La tripulación vino con este aparato después del desmantelamiento de la Unión Soviética: son todos rusos y parecen villanos del 007. A la hora de la merienda, cada uno de los pasajeros se levanta y se prepara su propio sándwich de pan de molde, jamón y mayonesa, apoyado en una caja de poliestireno en el suelo. Y pensar que por lo menos cuatro de estos colegas míos tienen aviones particulares en sus países de origen.

"Lo importante en un viaje de estos es que puedas apreciar las cosas básicas, como el agua, el aire, un refugio del frío", resume Avantika Dalmia, de 35 años, hija de un industrial en India, que conmemora los 15 años de matrimonio con Puneet Dalmia, de 39 años. "Mi familia está en el sector del cemento, azúcar, electricidad y cerámicas industriales", nos relata el marido. Cosas básicas.

Lo primordial de este avión es que consigue aterrizar en locales no asfaltados, como la pista de hielo azul de la Antártida, donde posa después de 3.000 km y cuatro horas después. Luego estamos en Union Glacier, base de la empresa que opera los aviones antárticos, tomando sopa de legumbres en galpón calefaccionado. Y, la buena sorpresa, nos sirven vino chileno, tinto y blanco.

Uno de mis nuevos amigos, el norteamericano Anton Valukas, pasa con una botella térmica y nos ofrece: es whisky "single malt". Anton es un abogado de 68 años, nombrado por la Justicia de EE.UU. en 2008 para investigar la quiebra del banco Lehman Brothers. Hoy, dirige una firma de 500 abogados y siempre quiso venir a la Antártida. "Acabo de divorciarme y pensé que este era el momento. Me contacté con la agencia y les dije: ´Tengo 68 años, ando dos horas en bicicleta diarias. ¿Tengo condiciones de ir?´". Es evidente que Anton está en mejores condiciones físicas que yo. A los 41 años, había pasado todo el año 2011 postergando mi inicio en un gimnasio. Terminé matriculándome un mes antes del viaje e hice ejercicios solamente el día de la matrícula. Un chequeo completo la primera semana de diciembre, no obstante, aseguró que yo y Joao Wainer estábamos suficientemente saludables para el desafío.

Aprovecho para entrevistar a uno de los reyes del acero de Chigago, Dave Nelsen, de 53 años. Descubro que él tiene 30 automóviles antiguos, todos Chevrolet. "Diecinueve de ellos son Corvettes, de los años 1953, 57, 59, dos del 63, tres del 67, 68, 69, 72, 78, 90, 01, 08, 09 y 2012", recita, en la punta de la lengua, pero saltándose dos ejemplares.

Estimulados por el whisky, conversamos acerca de la agradable sensación de conducir Corvettes por las calles de Chicago (un sueño, en mi caso). Pisé la Antártida hace apenas tres horas y estoy rodeado de vasos, botellas y amables millonarios. Tendría que haber traído mis cigarros

Pasamos tres días en el campamento Union Glacier, esperando el buen tiempo para volar al Polo Sur. Todavía estamos a mil kilómetros del destino, y los aviones no dialogan muy bien con el hielo y la nieve. Es imposible volar por instrumentos, ya que el aparataje no logra medir el agua solidificada tan bien como si fuera la tierra. Me acostumbro a usar el dentífrico en polvo (la pasta dental se congelaría) y a escribir con lápiz (la tinta se pondría dura).

Una cadena de montañas negras, salpicadas de nieve blanca, rodea nuestras tiendas coloridas, nos recuerdan todo el tiempo que estamos en un lugar único. Pero lo más impactante en el campamento es la discrepancia entre el baño y el orgullo que el personal que trabaja allí siente por él. Realmente, otrora debía de ser complicado, porque "ahora tenemos inodoros", se vanaglorian. Pero no tienen estanque. Y es necesario separar los sólidos de los líquidos para el manejo posterior, ya que todo eso volará para ser descartado en Chile.

João Wainer/Folhapress
La primera cosa que pasa cuando pisas en la región polar es que la nariz empieza a moquear
La primera cosa que pasa cuando pisas en la región polar es que la nariz empieza a moquear

No hay agua corriente. Bañarse, por lo tanto, ni se llega a pensar. Le pregunto a Daniel Pena, el dueño del castillo, cómo enfrenta la dura experiencia del baño. "Soy el primero que despierto y hago todo antes del resto del grupo." Vale la recomendación.

RUMBO AL POLO

La primera cosa que pasa cuando pisas en la región polar es que la nariz empieza a moquear. A 35 grados bajo cero, el moco se congela y cada gota se transforma en una mini estalactita que te pincha por dentro de las narices.

Habíamos terminado de bajar con el pequeño DC-3 en la pista de hielo azul cercana al Polo Sur, tan asustados con las historias de necrosis causadas por el frío que nos cubrimos todos los milímetros del cuerpo con el máximo de ropa disponible. La temperatura es de 35 grados negativos. Estoy completamente cubierto como una cebolla, con cinco camadas de ropa. Un exagero, me doy cuenta en dos minutos.

Nueve turistas de nuestro grupo, incluso Joao y yo, habíamos escogido esquiar los últimos 20 kilómetros en dirección al Polo. Los dos guías nos acompañarían. La intención era llegar al objetivo al día siguiente, 14 de diciembre, la misma fecha de Amundsen en 1911. Pasé los primeros minutos de esta nueva jornada preguntándome qué es lo que hacía ahí.

Maldiciendo la situación, me coloqué los esquíes, trabé el trineo en el cinturón y empecé a tirar. Cada uno de los diez cargaba un trineo igual, de 15 kg a 25 kg, entre ropas, saco de dormir, comida, chocolate, tiendas de campaña, fogones, etc.

En seguida sentí el dedo del pie derecho helado. Pensé cambiarme los calcetines, pero vi que sería imposible. El simple hecho de tomar un sorbo de agua exigía volver con el esquí en reversa hasta emparejarlo con el trineo, doblar las rodillas, casi sentándome (el esquí te impide levantar el talón), sacarme los guantes externos, encontrar un lugar para ponerlos sin dejarlos caer en la nieve, abrir la mochila, encontrar la botella, abrirla, beber sin desequilibrarme en esa posición infernal y, cuando terminase, realizar todo lo contrario de nuevo.

Mientras eso, la expedición camina y te vas quedando atrás. Cambiarme de calcetines, por lo tanto, estaba fuera de lugar.

Cabe destacar que nuestra esquiada no tiene que ver con las estaciones recreativas como Bariloche o Aspen. No nos deslizábamos por la nieve, ya que no existen pendientes en el altiplano del Polo Sur. Estábamos caminando, levantando un esquí después de otro y dando pasos. Era como andar de aletas en la playa. Joao sufría más que yo porque, además del trineo, tenía su equipo fotográfico colgado en el cuerpo --y necesitaba detenerse para fotografiar de vez en cuando.

Luego se formaron dos grupos. Atrás, andábamos yo y los amigos texanos James Ryffel y Jim Finley, Arjun Gupta, de 51 años, un hindú morador de California que se especializó en sostener nuevas empresas en el Vale de Silicio y después venderlas. Ya hizo esto con 61 de ellas.

Quince minutos después, el dedo se tranquilizó, pero los dedos de la mano izquierda me empezaron a doler mucho. Estaban en proceso de congelamiento, estaba seguro de esto. La sensación era de caliente, no de frío. Parecía que había colocado los dedos en los quemadores del fogón. Le reclamé al guía Dirk Jensen, más amistoso que Rick. Él me sacó el guante externo y el de abajo. Dijo que era frío solamente, nada de importancia, pero reclamó que estaban muy apretados. "Es necesario que haya espacio para el aire. Es el aire caliente que mantiene tu mano con calor." Me coloqué unos calentadores de mano químicos dentro de los guantes, pero, 15 minutos después, el dolor había aumentado.

Permanecer a 30 grados negativos mientras se va del hotel al restaurante es una cosa, pero mantenerse todo el tiempo a 30 grados negativos era otra situación muy diferente.

Recordé una escena de "Solar" (2010), de Ian McEwan, en la que el protagonista, que está en un viaje semejante, orina al aire libre en el Polo Norte y cree que su pene se congeló. El riesgo de mantenerse quieto me pareció demasiado grande y, cuando reclamé por la tercera vez, Dirk me dio sus guantes externos y se quedó sin ellos. Me salvó la mano (creo) y parte de mi humor (seguro).

DIFICULTADES

Unos minutos después, una moto de nieve se aproximó, con uno de los funcionarios del campamento. Traía una lata de combustible que se había quedado atrás. Rick gritó al grupo: "Hay alguien que quiere arrepentirse, esta es su oportunidad, ofreciendo volver en moto. Jim Finley se adelantó: "No me resulta bien andar con estos esquíes, las botas se doblan a cada rato y tal vez esto no me gusta mucho". Sentí envidia, de verdad.

Después de algún tiempo, ya me equilibraba sin esfuerzo en el esquí (nunca había visto uno en mi vida). Sin embargo, estaba al final de la fila. Arjun y James Ryffel iban conmigo, pero los dos se detenían un montón para descansar y darse ánimo. Estábamos a casi 3.000 metros de altura. Respirar se hace más difícil; hay menos oxígeno en el aire. A partir del octavo kilómetro, el cansancio se hizo insoportable. El trineo parecía cada vez más pesado. Para no perder más tiempo, ni siquiera habíamos almorzado ese día.

Empecé a sentir frío, a pesar del ejercicio constante, y me puse una chaqueta más. Sentí que estaba a punto de agotarme cuando, en vez de plantar los bastones para ayudarme en el equilibrio sobre los esquíes, empecé a usarlos como muletas, colocando todo el peso en ellos a cada paso. De 50 en 50 metros, nos deteníamos durante uno o dos minutos, curvados sobre nosotros mismos, con las manos en las rodillas, jadeando. Cuando el primer grupo finalmente se detuvo, siete horas después del comienzo, ellos estaban a unos 500 metros delante de nosotros. Vencí dolorosamente los últimos pasos y me desplomé encima de mi trineo. El islandés Bjarn Ármannsson, de 43 años, estaba muy a gusto.

Con cuatro hijos y cuatro empresas (chocolate, gas propano, almacenamiento de datos y seguros), el maratonista acostumbrado con el hielo de su país ayudó a los guías a montar las tiendas de campañas. Como él, Jim Johnson, Dave Nelsen y Anton Valukas mantenían la energía y el buen humor. A pesar de esto, Anton me dijo después: "Enfrenté desafíos físicos en varias partes del mundo, pero este fue el día más brutal de mi vida". Entré a la tienda de campaña y Joao estaba en el mismo clima de sufrimiento. "¿Cómo nos fuimos a meter en esto?", indagó, y se adormeció instantáneamente.

Eran las 22,00 horas pero el maldito sol no se ponía nunca, por lo tanto, no se podía notarNo hay noche en el verano antártico. El sol está ahí todo el tiempo a una altura de 30 grados sobre el horizonte. Pasa todo el tiempo girando sobre nuestras cabezas. A veces, cuando se despeja el sol brilla y el cielo queda tan azul como el de una playa del Noreste (de Brasil). Pero cuando está nublado, la inmensa extensión de nieve lisa que domina la región del Polo, sin montañas o colinas, se funde el horizonte con el cielo empañado y todo se transforma en una masa blanca sin fin.

Dejé a Joao durmiendo y entré a la tienda de campaña verde que los guías habían erguido para cocinar, aquella con un hoyo en el medio. De repente, toda aquella tortura se acabó y empezó a tener sentido. Se podía apreciar la felicidad de aquellos hombres alrededor del fuego, cortando trozos de salame de un centímetro de grosor y tomando capuchinos instantáneos, satisfechos de sí mismos, a miles de kilómetros de distancia de sus empleados, mansiones, mujeres, hijos y otros dramas. Había paquetes y más paquetes de comida deshidratada, como carne con arroz, pero ellos preferían picar longanizas y tortillas con queso.

Era como el club de Tobi (amigo de la pequeña Lulú), una casita donde las niñas no entran. Estaban casi todos, incluso James Ryffel, que parecía exhausto, no pudo comer nada y luego se acostó. Ryffel sentía los efectos de la altura y, aquella noche, ni siquiera podía descansar, tenía náuseas y escalofríos. Por otro lado, Arjun, mi otro compañero de grupo de atrás, ni siquiera estuvo para el salame.

EL POLO

Al otro día, volví a la fila de caminata como si estuviera andando en la plataforma de un navío pirata, listo para el sacrificio. Pero el día terminó no siendo tan malo como el primero: el cansancio ya no era novedad. Después de cuatro kilómetros, entramos a un área de investigación de la estación norteamericana. Los guías dirigieron un desvío a la izquierda, hasta que encontramos un camino, para vencer los últimos cuatro kilómetros siguiendo las marcas de neumático. Pero James Ryffel no se desvió con nosotros. Estaba tan agotado que, a pesar de ser el último de la fila, no se dio cuenta del cambio de ruta. El islandés Bjarn tuvo que ir a buscarlo y, a partir de ese momento, tuvo que tirar el trineo de Ryffel también.

Llegamos al Polo momentos antes del casamiento de Daniel y Sally. Se casaron entre las banderas de EE.UU. y la del Reino Unido (ella es inglesa) alrededor

de la marca ceremonial del Polo Sur. Todos hicimos un brindis con vodka. Era 14 de diciembre, el mismo día de Amundsen, hace 100 años. Había noruegos por todos lados, incluso el primer ministro del país, Jens Stoltenberg, que participó de una ceremonia para 500 personas, todo un récord para el lugar.

Veía por todos lados a mis compañeros de la expedición que no habían participado de la caminata. La señora Mieko, apoyada de su bastón, y su guía particular proveniente de Alaska. Los Dalmia, de India.

Y Peter Lui, de 53 años, un chino interesado en una distinción muy específica: ser el primer scout de Hong Kong que visita el Polo Sur. "Hace algunos años, un scout inglés vino. Si no hubiera sido el primero del mundo", lamentó.

Hay gente bastante diferenciada circulando por aquí. Un señor noruego de 60 años, llamado Asle T. Johansen, comenta que vino esquiando con dos compañeros desde la costa, por más de mil kilómetros, durante 40 días, usando ropas y equipos idénticos a los de Amundsen. "Matamos a 30 renos para juntar la piel necesaria para chaquetas, guantes etc." Otro es Jann Pettersen, de 78 años, nieto del carpintero de la expedición victoriosa de 1911. Se pasea exhibiendo el reloj de oro que Amundsen le ofreció a su abuelo.

Y el norteamericano jubilado Don Parrish está caminando alrededor del círculo polar, una, dos, diez, 20 veces. Parrish, de 67 años, es el cuarto hombre más viajado del planeta. Ya estuvo en 787 lugares de los 872 listados por el sitio Web Most Travelled People (personas más viajadas). "Pero también soy socio de un club de circunnavegaciones y aquí tengo la oportunidad de dar varias vueltas alrededor del mundo. "Es esto de verdad, Don está dando micro vueltas alrededor de la Tierra, en el eje del Polo Sur, andando solamente diez metros a cada círculo. "Decidí circunnavegar cien veces, en homenaje de los cien años. Pero, para que no haya riesgo de equivocarme en la cuenta, di 110 vueltas."

El comportamiento de Don me llama la atención por dos cosas específicas del último lugar de la Tierra. Camino hasta el Polo, me detengo exactamente en el marco y respiro profundamente. Si doy un paso hacia adelante, iré al norte. Hasta aquí, bien. Pero aquí, al contrario de todos los otros lugares del planeta, si doy un paso hacia atrás, también estaré yendo hacia el norte. Cualquier paso que dé en cualquier dirección será hacia el norte. Entonces, me doy cuenta de otra situación: un paso a la derecha me coloca en el día 15 de diciembre, 8h horario de Nueva Zelanda. Pero, allí, en aquel fin de mundo, donde las latitudes y husos horarios se encuentran, un paso a la izquierda me lleva al día anterior: 14 de diciembre, 20h en el horario chileno.

Vuelvo al comedor, donde están mis compañeros de expedición. Arjun dormiría cerca de 20 horas para recuperarse del cansancio. James, cerca de 15. Jim Finley comenta que pretende volver el próximo año. "Siento que fallé." James Ryffel le dice al amigo: "Si necesitas volver nuevamente, vendré contigo". Los otros turistas apenas aguardan que el día se despeje para poder volar de regreso al campamento, después a Chile y desde allí cada uno a hacer su vida.

Mientras eso, matan el tiempo en el comedor jugando al Banco Inmobiliario, con dinero de mentira.

Traducción de ARTURO RIVAS

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