La colombiana Carolina Sanín escribe sobre las protestas contra Iván Duque

Texto es el tercero de serie especial sobre la agitación política en América del Sur

Carolina Sanín
Colômbia

En el primer día del paro, que fue el 21 de noviembre, la multitud que salió a la calle  parecía proclamar y escenificar una saturación. No se sentía que la nación estuviera rabiosa; se sentía como si transformara en preñez de sí misma su hartazgo con respecto al gobierno, y como si se supiera a punto de dar a luz a una versión deslumbrante de su propia ciudadanía. En cada movimiento que hacíamos palpitaba la consciencia de un reclamo básico: el del reconocimiento de nuestra existencia física, del volumen de nuestra corporalidad. Fluíamos despacio y alegres por el centro de la calle principal de Bogotá, por donde los otros días avanza a tropezones un medio de transporte ineficiente y contaminante que ha hecho indigna la vida en la capital. Íbamos a ocupar la Plaza de Bolívar, sede del gobierno. El aguacero hacía que no pudiéramos vernos la cara unos a otros y que las arengas se ensordecieran, y esa repentina borrosidad nos indiferenciaba, nos unía más y nos incitaba.

Ilustração para crônica de Alejandro Zambra - Chile - Mundo
Ilustración de Erika Díaz: nacida en Colombia, es designer y emprendedora. Trabajó en empresas como IDEO, en San Francisco, Hyper Island, en Estocolmo, y en Folha - Erika Díaz

Se había declarado la suspensión de las actividades laborales, y los cuerpos reunidos en la calle, que caminaban y cantaban, declaraban la liberación del ser humano de la servidumbre. El primer objetivo del paro era el de protestar, precisamente, por una serie de medidas económicas propuestas por el partido de gobierno en menoscabo de la seguridad de los trabajadores y los pensionados. Ese día, la negativa al trabajo no fue solo la convencional presión de la huelga, sino que se llenó de su dimensión promisoria de libertad. Recordábamos —aún si no lo recordábamos— que la liberación más célebre de la historia, el éxodo de los hebreos de Egipto, había iniciado con un reclamo laboral: con la exigencia de un día libre para que un pueblo pudiera reunirse en el desierto y orar —es decir, cantar—.

La primera marcha no se sintió como una jornada para ser cumplida, sino como una invitación continuada. Supimos que seguiríamos al día siguiente, y seguimos, y el siguiente a ese, y el que le siguió. No contábamos los días, que no eran fechas sucesivas, sino aspectos o partes de un solo día. Asumiendo la alteración en el paso del tiempo propuesta por la pausa en la producción, habíamos reinventado un día distinto, una nueva duración de la jornada no laboral.

A partir de la primera noche nos reunimos en grupos pequeños y enormes a tañer cacerolas en círculos y en montoneras, en parques, calles y plazas. En una ciudad segregada por los estratos económicos y por la dificultad del transporte, encontrarnos en los espacios públicos y preguntar por las noticias de otros como nosotros que hacían lo mismo en otros espacios públicos agrandaba nuestra imagen de la ciudad a la vez que la integraba. Por primera vez, podíamos representarnos como un organismo el lugar donde vivíamos. Las calles nocturnas bogotanas, por lo general vacías e inseguras, se llenaron de gente. Poblábamos el desierto. Nos cuidábamos unos a otros. Estuvimos afuera juntos, y también estuvimos juntos más tarde, cuando desde nuestros espacios privados hablamos hacia la calle: después del toque de queda decretado el segundo día —e irrespetado con gracia en varios sectores—, tañimos nuestras cacerolas por las ventanas y nos enseñamos y nos copiamos ritmos de apartamento a apartamento, siguiéndonos sin vernos.

Durante el paro protestamos contra el gobierno actual: contra su política ambiental, contra el limitado acceso a la educación y la salud públicas, contra el incumplimiento de los pactos de paz, contra las propuestas de reforma laboral y fiscal, contra el asesinato de cientos de líderes territoriales, contra la represión de la protesta social, contra la minería contaminante y las fumigaciones contaminantes de cultivos ilícitos. En un círculo más amplio, protestábamos contra una clase política ignorante, demagoga y corrupta, y contra un dirigencia que ha demostrado ser enemiga de los intereses de los gobernados, de los animales no humanos y de la tierra. En un círculo más amplio, protestábamos contra la noción de autoridad del sistema patriarcal. Y en un círculo más amplio aun, invocábamos e imaginábamos otro tiempo: un tiempo democrático.

Colectivamente, mientras vivimos en el cíclico tiempo físico —de los días y los años, de las vueltas que da la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol—, vivimos también en el tiempo del Estado y la familia, que es sucesivo y sucesorio: a un período de gobierno sigue otro, a una generación sigue otra, y al padre le sigue el hijo. Ese tiempo depende de la filiación y la herencia, y construye los linajes y las dinastías, pero también los partidos políticos. Aunque vivimos en una república, nuestra temporalidad es la de las monarquías: la pervivencia de un hombre depende de su muerte y de su continuidad en su hijo, que lo replica. Nuestro tiempo histórico pasa de muerte en muerte: es un tiempo tanático. 

En los espacios históricos que ocupamos durante el paro y que convertimos en espacios festivos, actualizamos un tiempo distinto, erótico. El contacto horizontal con el otro vivo, que estaba junto a mi hombro, me hizo saber, durante ese día de días, que mi supervivencia no está en la persona que nacerá después de mí, ni en el lector que me lea cuando yo haya muerto (o ahora, pues los autores ya estamos muertos en todos los libros que escribimos), ni en aquella persona futura a quien mi vida pueda influenciar, sino en mi contemporáneo: en el que respira a mi lado y cuya voz escucho. Pudimos imaginar otro tiempo, que no transcurría por medio del reemplazo, sino que se eternizaba en el encuentro; que no pasaba por la muerte y la supervivencia, sino que se transmitía, iba y volvía por la contigüidad, la coincidencia, el contagio.

Fue una novedad encontrarnos en espacios y momentos que no eran ni de trabajo ni de ocio. ¿De qué eran? Eran espacios políticos del deseo y espacios erotizados de la política. Nuestra actitud era la devoción de Antígona, a la vez apasionada por su hermano y piadosa de la justicia por encima de la voluntad del gobernante. Durante nuestra protesta, en el tiempo diurno de la historia irrumpió otro tiempo: nocturno, confuso, sexual, onírico, hipnótico, hímnico. Fuimos como los personajes de El sueño de una noche de verano, que por el hechizo de una flor se enamoran del más próximo, del primero que ven al despertar, del otro que es cualquiera. Los ritmos de nuestras cacerolas ensayaban variaciones de los latidos del corazón; de un corazón común y compuesto, y eran subversiones del andar del reloj. Tal era la revolución que hacíamos: en rondas nos revolucionábamos como los planetas, buscando una temporalidad física, una música verdadera.

Nuestras manifestaciones de la vida palpitante durante el paro fueron también, de manera para nada contradictoria, unos ritos funerarios. Días antes del 21 de noviembre, el ejército nacional había matado a niños al bombardear un campamento guerrillero, lo cual acrecentó la participación en las marchas. En medio del paro, la policía antidisturbios asesinó a Dilan Cruz, un manifestante pacífico de 18 años. Los velábamos a ellos y a tantos jóvenes asesinados por la autoridad, al mismo tiempo que celebrábamos, como en el cuento “Los funerales de la Mamá Grande” de Gabriel García Márquez, el final inminente de la injusticia autárquica.


Esta crónica es parte de una serie que incluye otros escritores latinoamericanos. Lee también el texto de Maximiliano Barrientos sobre la división de Bolivia después de la renuncia de Evo, el de la ecuatoriana Gabriela Alemán sobre las protestas que pararon su país y el de Alejandro Zambra sobre la convulsión social en Chile

Nacida en Bogotá, es profesora de literatura, columnista y autora de "Todo en Otra Parte (2005)", "Los Niños" (2014), "El Ojo de la Casa" (2019), entre otros