La ecuatoriana Gabriela Alemán escribe sobre las protestas que paralizaron su país

Texto abre serie especial sobre ebulición en América del Sur

Gabriela Alemán
Equador

El 29 de septiembre de este año me llegó al WhatsApp un audio de una mujer alarmada que pedía que corriera a abastecerme porque se venía un paquetazo económico y un gran paro nacional. Decía que la información le llegó de manera directa por personas de confianza dentro de la Secretaría de Inteligencia y el Ministerio de Salud; su voz atropellada reforzaba lo dicho con que “le tenían” viajando al presidente en Estados Unidos porque “lo más probable es que envíe la renuncia y Sonnenholzner (el vicepresidente) aparezca como el salvador del país (…).” 

En la ilustración, cuatro mujeres están dibujadas en blanco y negro. Cada una sostiene una jaula de colores, de onde salen
Ilustración de Sozapato: nacida en Quito hace 35 años, es designer, licenciada en artes plásticas, maestra en libros infantiles ilustrados y actriz - Sozapato

Desde varias semanas atrás corría el rumor de que antes de fin de año habría cambios estructurales a la economía luego de dos años de llamados al diálogo. La deuda externa heredada era enorme y desde el 2017, cuando Lenín Moreno subió al poder, no había dejado de crecer. Para mediados del 2019 el Ecuador debía a dieciséis países cerca de mil millones de dólares. Moreno estaba en Nueva York, asistiendo a la Asamblea General de Naciones Unidas, así que, lo que decía el audio, si una no se detenía a pensar demasiado en el quién “tenía” viajando al presidente y el por qué se necesitaría un “salvador”, sonaba plausible. Últimamente todo sonaba plausible. Todos sabíamos que el país estaba quebrado, todos teníamos a alguien cercano en el desempleo, todos mirábamos cómo se llenaban las veredas de las principales ciudades con ventas de comercio informal, veíamos cómo crecía la migración del campo a la ciudad mientras seguíamos esperando que la corrupción no quedara impune y que se tomaran medidas económicas para mejorar las condiciones de vida. Sin embargo, el día a día no se había interrumpido. Lo que hacía pensar que la inmensa mayoría avanzaba con los ojos, oídos y bocas tapadas. Caminando hacia un precipicio, con la fe de que éste, aún quedara lejos.

La noche del martes 1 de octubre llegamos al borde del precipicio. El Presidente del Ecuador, en cadena nacional, anunció seis medidas económicas y trece propuestas de reforma, entre ellas: el retiro del subsidio al diésel y la gasolina extra y ecopaís. El miércoles 2, la Confederación de Nacionalidades Indígenas (CONAIE), el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) y el Frente Popular rechazaron las medidas y anunciaron que planearían junto a sus bases un paro nacional. El jueves 3 de octubre, la Federación Nacional de Transportistas paralizó el transporte a nivel nacional, se cancelaron las clases en todo el país y comenzaron marchas en distintos puntos del Ecuador. Llegó la noticia a la prensa internacional. Se veían imágenes de llantas quemadas, vías cerradas, noticias de sabotaje a los pozos petroleros en la Amazonía, bombas lacrimógenas lanzadas por la policía, vuelos cancelados, ambulancias de la Cruz Roja retenidas por los manifestantes. Llamé alarmada al Ecuador. Había viajado tres días antes y no entendía las imágenes. ¿Por qué se asaltaron los pozos petroleros? ¿Quién atacaba las ambulancias? Nadie lo tenía muy claro, tampoco en Ecuador. Lo único evidente era que la mayoría de las manifestaciones eran en rechazo al alza del diésel y gasolina, lo que encarecería –sin duda— los productos básicos. ¿Y las ambulancias? El resultado de una noticia falsa regada a través de redes que, contra toda lógica, se tomó por cierta: se pedía detener y apedrear ambulancias porque llevaban armas para la policía y los militares. Recordé entonces el mensaje del 29 de septiembre, de cinco días antes, y lo volví a escuchar. La mujer hablaba de carreteras bloqueadas y, en un audio de un minuto con veintiséis segundos, mencionaba cuatro veces la necesidad de abastecerse. ¿Quién usa la palabra abastecer? Nadie, no en el habla cotidiana. Cuando logré hablar con uno de mis hermanos me dijo que en su barrio, Carapungo, las tiendas estaban casi vacías. ¿Solo un día después del paro de transportistas? El viernes 4 de octubre, había más militares y policías en las calles y se pidió —por parte de la CONAIE, el FUT y el Frente Popular— “radicalizar la protesta” y se convocó a una huelga general para el 9 de octubre.  El sábado 5, la CONAIE decretó el estado de excepción en el territorio indígena, lo que daba vía libre para apresar y secuestrar a policías y militares; ese mismo día detuvieron a cuarenta y siete militares en Alausí. El domingo 6 de octubre se reportó en los noticieros el primer muerto, Raúl Chilpe, atropellado por un conductor que intentó cruzar una vía cerrada por los manifestantes. El lunes 7 las clases siguieron suspendidas, las vías –en su mayoría— cerradas, el gobierno llamó al diálogo y la CONAIE, el FUT y el Frente Popular respondieron que solo lo aceptarían si primero se derogaban las medidas. La marcha indígena —se calculaba que llegarían veinte mil personas a la capital— continuaba avanzando. Ese día circularon videos de indígenas irrumpiendo, destrozando y robando en una fábrica lechera al sur de la capital; otros videos registraron cómo se clavaban machetes y cuchillos en camiones para que no pudiera salir la producción agrícola y florícola a las carreteras; se quemó la Contraloría Nacional. Miles de personas retwittearon o reenviaron esos vídeos por sus teléfonos. Otros videos, también, circularon: las fuerzas armadas, que resguardaban la entrada a Quito, dieron paso libre a los indígenas que entraban a la capital. La mayor parte de esos videos venían con un encabezado: Lenín ya cayó. Otra vez recordé el WhatsApp de ocho días atrás donde se decía que Lenín Moreno renunciaría. Pero el guion no se cumplió, la presidencia se trasladó de Quito a Guayaquil y el gobierno no cayó. Para ese momento también circulaban videos de brutalidad policial contra los manifestantes y una alarmante cantidad de noticias falsas. Se mostraban imágenes de saqueos a negocios, de carros apedreados por manifestantes y, también, manifestantes pidiendo dinero para dejar el paso libre. ¿Qué era verdad? ¿Quiénes eran las personas que habían salido a las calles? Trabajadores, estudiantes, jóvenes, jubilados, mujeres, hombres y un buen número de personas –algunas encapuchadas— que buscaban la destitución de Moreno, interesadas más en crear caos que en pedir la derogación de las medidas económicas. Ese 8 de octubre —cuando la marcha indígena comenzaba a recibir el rechazo de sus otrora aliados, la clase media quiteña, debido a la violencia de los últimos días— la CONAIE emitió un comunicado por medios digitales: “se deslinda de la plataforma golpista del correismo, nuestra lucha es por la salida del FMI del Ecuador (…).” El martes 8, un enorme grupo de manifestantes ingresó a la fuerza al Palacio Legislativo, la filmación de esa toma tuvo circulación masiva, y se convocó a otra manifestación, ésta contra la marcha y el paro. Crecieron los insultos racistas en redes. Por la noche, la policía desalojó el Parque de El Arbolito, el sitio tradicional de reunión en las manifestaciones, donde había mujeres, hombres y niños. Algunas universidades de la capital los recibieron. 

A partir del 9 los enfrentamientos en las calles se precipitaron, al igual que en las redes sociales. No puedo ordenar los hechos de los siguientes cinco días porque los viví atropellados, desde la distancia: apenas recibía un mensaje en Messenger donde un militar “consciente” denunciaba que se iba a encerrar a los manifestantes en el Puente de la Unidad Nacional en Guayaquil para dispararles a quemarropa, cuando veía imágenes de los símbolos de la Conquista: la estatua de Isabel la Católica y Sebastián de Benalcázar cubiertos por pintura roja, como leía un mensaje que decía que los IWIAS —guerreros de la Amazonía— avanzaban blandiendo lanzas y esquivando balas, como leía que se había restringido el paso de una ambulancia que llevaba a un herido de bala, como leía las convocatorias a los quiteños para dejar ropa y comida para los manifestantes que habían llegado caminando a la capital, o se armaban ollas populares en la Universidad Central y Salesiana, como escuchaba del secuestro a periodistas y policías, como veía la imagen de un chico en una manifestación que caía de un puente —cercado por la policía a ambos lados—, como leía los recuentos de periodistas amigos sobre el acoso policial en las afueras de la CCE, y leía sobre el solidario cerco formado por estudiantes de medicina para que los manifestantes salieran de la CCE y llegaran a la Universidad Católica, como leía sobre los cincuenta y cuatro policías rociados con gasolina, golpeados y amenazados con ser prendidos por una enorme turba o leía los recuentos de dueños de pequeños negocios que fueron saqueados y perdieron su modo de vida. 

El 13 de octubre, por fin, se sentó la dirigencia de la CONAIE con el gobierno y se derogó el decreto 883 y los dirigentes pidieron a sus bases que regresaran a sus comunidades. Frente a cámaras se acordó que ambas partes se reunirían para llegar a acuerdos y proponer salidas consensuadas a la crisis económica. A fines de año esto aún no ha ocurrido. Si algo, la crisis fiscal aumentó con las millonarias pérdidas para la economía en los once días de paro. 

El audio del 29 erró, el presidente no renunció y los subsidios —al final— no se eliminaron. Pero lo que no señaló el audio persiste: la exclusión social, la desigualdad, el racismo, los recortes en salud y educación, el desempleo, la pobreza, la creciente violencia de todo tipo y la falta de diálogo. 

El precipicio ya quedó atrás: ahora avanzamos sobre el aire. 

Y muy pocos tienen paracaídas.


Esta crónica es parte de una serie que incluye otros escritores latinoamericanos. Lee también el texto del boliviano Maximiliano Barrientos sobre un país dividido, el de la colombiana Carolina Sanín sobre las protestas contra Iván Duque y el de Alejandro Zambra sobre la convulsión social en Chile.

Ecuatoriana nacida en Río de Janeiro, tiene publicados ocho libros de ficción. El año pasado, su novela "Poso Wells" fue editada en inglés por City Lights